Desde pequeños, éramos inseparables. Crecimos en la misma calle, asistimos a la misma escuela, y compartimos los mismos sueños. Ella siempre fue mi mejor amiga, mi confidente, la persona que me conocía mejor que nadie. Con los años, nuestra amistad se fortaleció, convirtiéndose en un vínculo casi familiar. Estábamos ahí el uno para el otro en los buenos y malos momentos, y pensé que nada ni nadie podría interponerse entre nosotros.
Pero entonces llegó él.
Al principio, parecía un buen tipo. Atractivo, carismático y siempre con una sonrisa en el rostro. Empezó a pasar más tiempo con nosotros, y pronto, él y ella comenzaron a salir. Intenté ser feliz por ella, realmente lo intenté, pero había algo en él que nunca me terminó de convencer. Quizás era la forma en que la miraba, o cómo parecía querer estar siempre presente, incluso en momentos que antes eran solo de nosotros dos.
Con el tiempo, noté que ella se distanciaba de mí. Ya no teníamos nuestras conversaciones nocturnas, y las salidas que solían ser solo nuestras ahora siempre incluían a él. A medida que su relación avanzaba, empecé a sentir algo más que simple incomodidad; empecé a sentir celos y desconfianza.
A veces, la veía con moretones en los brazos o marcas en el cuello, y aunque siempre tenía una excusa—"me caí", "fue un accidente"—no podía evitar que mi mente se llenara de dudas. Empecé a preguntarme si él realmente la trataba bien. Pero cuando trataba de hablar con ella sobre esto, ella se cerraba, diciéndome que todo estaba bien y que no debía preocuparme.
Entonces, una noche, estábamos solos en su apartamento. Hacía tiempo que no teníamos un momento solo para nosotros, y comenzamos a recordar los viejos tiempos, riendo sobre nuestras aventuras de la infancia. Sentí una nostalgia que me invadió, y por un momento, todo se sintió como antes. Hasta que él llegó.
El cambio en el ambiente fue instantáneo. Lo noté en su mirada, una mezcla de ira contenida y algo más oscuro. De repente, se abalanzó sobre mí, golpeándome con fuerza y tirándome al suelo. No podía creer lo que estaba pasando. Ella gritaba, llorando y pidiendo que se detuviera. Mientras él intentaba dominarla, vi la desesperación en sus ojos, y el miedo me dio la fuerza para enfrentarme a él.
Nos enzarzamos en una lucha frenética. Mis golpes eran impulsados por la adrenalina y el pánico. Hubo un momento en que lo golpeé tan fuerte que cayó al suelo, inmóvil. Respiraba con dificultad, y me di la vuelta para asegurarme de que ella estaba bien, pero lo que vi me dejó helado.
Ella me miraba con horror, sus ojos llenos de lágrimas. “No me hagas daño, aléjate… por favor”, suplicaba, encogiéndose de miedo. Fue entonces cuando algo hizo clic en mi mente, como si una niebla se levantara. Pero antes de que pudiera procesarlo, sentí un golpe en la cabeza, y todo se desvaneció.
Desperté en una sala de interrogatorios, las luces brillantes perforando mi cráneo dolorido. Dos oficiales me miraban con rostros inexpresivos. Uno de ellos habló, con una calma inquietante: “Sabes que eso no pasó, ¿verdad?”
Mi mente se sacudió con el golpe de sus palabras. Al principio, no entendí, pero entonces los recuerdos empezaron a volver, fragmentados y oscuros. Recordé cómo había llegado esa noche, ebrio y consumido por los celos. La confronté, le grité, le exigí saber por qué me estaba apartando. Ella intentó calmarme, pero yo estaba fuera de control. La tomé de los brazos, la forcé a mirarme, a escucharme, mientras la culpa y el odio hacia mí mismo crecían. Intenté besarla, y cuando ella resistió, la empujé con más fuerza.
Y entonces, él entró. No como un agresor, sino como alguien que la amaba, alguien que intentaba protegerla de mí. Fue entonces cuando la realidad me golpeó con una violencia que me dejó sin aliento. Yo era el monstruo en esta historia. Yo era el abusador. Todo lo que había hecho, todo lo que había imaginado sobre él, no era más que un reflejo de mi propia culpa y vergüenza.
“¿Qué le pasó…?” Logré preguntar con la voz rota, mis palabras apenas audibles. Pero el oficial simplemente me miró con desprecio, exhaló profundamente, y se fue sin decir nada más.
Un abismo de desesperación se abrió bajo mis pies. La verdad me golpeó con una brutalidad que casi no pude soportar. Me sentí perdido en un mar de culpa y horror, mi mente girando en espiral mientras la imagen de ella llorando me atormentaba. La desesperación me llenó, y me arrodillé en el suelo, sollozando, implorando por respuestas que nunca llegarían.
Me quedé allí, en la fría sala de interrogatorios, con la realidad de mi monstruosidad hundiéndose en mi corazón. El dolor y la culpa se mezclaban en una tormenta que nunca cesaría. Lo que había hecho no tenía perdón, y la verdad que me había negado a aceptar era ahora mi única compañía.
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