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El Visitante de los Sueños

Capítulo 1: El Inicio de la Pesadilla


Kasandra vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques densos, un lugar donde las historias de antaño aún susurraban en las noches frías. Era una enfermera dedicada, conocida por su bondad y devoción hacia sus pacientes. Pero en el pueblo, había una creencia antigua sobre una maldición que acechaba a los habitantes: un visitante de los sueños que venía a cobrar el precio de los males cometidos, presentándose en pesadillas horribles. Se decía que la intensidad de las pesadillas era proporcional al mal causado.


Kasandra, con su vida aparentemente inmaculada, nunca había temido estas historias. Sin embargo, una noche, todo cambió.


El primer sueño fue inquietante, pero no aterrador. Kasandra se encontraba en un hospital vacío, los pasillos largos y oscuros resonaban con sus pasos. Al final de uno de los pasillos, una sombra se movía, apenas visible. Despertó con un sobresalto, el corazón latiéndole con fuerza. Sacudió la sensación extraña y trató de continuar con su día, pero algo en el fondo de su mente se mantenía alerta.


Capítulo 2: La Intensificación de las Pesadillas


Las noches siguientes trajeron sueños más perturbadores. En uno de ellos, Kasandra veía a niños llorando en camas de hospital, sus caras distorsionadas por el dolor. Caminaba entre ellos, incapaz de ayudarlos. La sombra del visitante se hacía cada vez más presente, observándola desde las esquinas, sus ojos brillantes en la oscuridad.


Kasandra comenzó a notar los efectos en su vida diaria. Se sentía cansada, distraída y su rendimiento en el trabajo empezó a decaer. Los pacientes y colegas notaban su cambio, pero ella no podía explicarles lo que le ocurría.


Capítulo 3: La Búsqueda de Respuestas


Desesperada, Kasandra empezó a investigar la maldición. Habló con los ancianos del pueblo, buscó en viejos libros y trató de encontrar una explicación racional. Nadie había sobrevivido para contar sus pesadillas, pero las historias decían que el visitante de los sueños cobraba venganza por los errores del pasado.


Kasandra no podía entender qué había hecho para merecer esto. Era una buena persona, una enfermera dedicada. Pero las pesadillas seguían empeorando. En uno de los sueños, se encontró frente a una fila de tumbas diminutas, marcadas con cruces. Unas voces susurraban su nombre, y la sombra del visitante se acercaba lentamente.


Capítulo 4: El Recuerdo Reprimido


Una noche, la pesadilla tomó un giro aún más oscuro. Kasandra se vio a sí misma en su pasado, trabajando en la unidad de cuidados neonatales. Recordó un evento que había enterrado profundamente en su mente. Por un error de negligencia, había administrado una medicación incorrecta a más de 15 bebés, causando su muerte. El incidente nunca se resolvió, y ella había reprimido el recuerdo por la culpa y el dolor.


El visitante de los sueños reveló su rostro por primera vez. Era una figura oscura, con ojos penetrantes que parecían ver a través de su alma. "¿Crees que esos bebés te dejarán ir tan fácilmente?", susurró con una voz que resonaba en su mente.


Capítulo 5: La Decisión Final


Kasandra, consumida por la culpa y el terror, llegó al borde de la desesperación. En sus pesadillas, los bebés muertos la rodeaban, sus ojos vacíos la acusaban en silencio. El visitante siempre estaba allí, acercándose cada vez más.


Una noche, decidió que no podía soportarlo más. En el sueño, tomó una navaja y se la llevó a las muñecas, lista para acabar con su vida. Al hacer el primer corte, sintió un dolor agudo y despertó de golpe, sudando y llorando. Pero al abrir los ojos, lo vio. El visitante estaba en la esquina de su habitación, sus ojos brillaban en la oscuridad.


"¿Crees que esos bebés te dejarán ir tan fácil?", repitió, dando un paso hacia ella.


Kasandra gritó, pero nadie acudió a su ayuda. Comprendió que estaba atrapada en una pesadilla interminable, una prisión de su propia culpa y remordimiento. El visitante nunca la dejaría escapar. La realidad y los sueños se habían fusionado, y ella entendió que jamás podría salir de esa tortura eterna.


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La historia de Kasandra sirve como un oscuro recordatorio de cómo los errores del pasado pueden volver para atormentarnos de maneras inimaginables. La maldición del visitante de los sueños se había cobrado otra víctima, dejándola atrapada en un ciclo sin fin de pesadillas y arrepentimiento.

La Historia que No Quería Recordar

 



Desde pequeños, éramos inseparables. Crecimos en la misma calle, asistimos a la misma escuela, y compartimos los mismos sueños. Ella siempre fue mi mejor amiga, mi confidente, la persona que me conocía mejor que nadie. Con los años, nuestra amistad se fortaleció, convirtiéndose en un vínculo casi familiar. Estábamos ahí el uno para el otro en los buenos y malos momentos, y pensé que nada ni nadie podría interponerse entre nosotros.


Pero entonces llegó él.


Al principio, parecía un buen tipo. Atractivo, carismático y siempre con una sonrisa en el rostro. Empezó a pasar más tiempo con nosotros, y pronto, él y ella comenzaron a salir. Intenté ser feliz por ella, realmente lo intenté, pero había algo en él que nunca me terminó de convencer. Quizás era la forma en que la miraba, o cómo parecía querer estar siempre presente, incluso en momentos que antes eran solo de nosotros dos.


Con el tiempo, noté que ella se distanciaba de mí. Ya no teníamos nuestras conversaciones nocturnas, y las salidas que solían ser solo nuestras ahora siempre incluían a él. A medida que su relación avanzaba, empecé a sentir algo más que simple incomodidad; empecé a sentir celos y desconfianza.


A veces, la veía con moretones en los brazos o marcas en el cuello, y aunque siempre tenía una excusa—"me caí", "fue un accidente"—no podía evitar que mi mente se llenara de dudas. Empecé a preguntarme si él realmente la trataba bien. Pero cuando trataba de hablar con ella sobre esto, ella se cerraba, diciéndome que todo estaba bien y que no debía preocuparme.


Entonces, una noche, estábamos solos en su apartamento. Hacía tiempo que no teníamos un momento solo para nosotros, y comenzamos a recordar los viejos tiempos, riendo sobre nuestras aventuras de la infancia. Sentí una nostalgia que me invadió, y por un momento, todo se sintió como antes. Hasta que él llegó.


El cambio en el ambiente fue instantáneo. Lo noté en su mirada, una mezcla de ira contenida y algo más oscuro. De repente, se abalanzó sobre mí, golpeándome con fuerza y tirándome al suelo. No podía creer lo que estaba pasando. Ella gritaba, llorando y pidiendo que se detuviera. Mientras él intentaba dominarla, vi la desesperación en sus ojos, y el miedo me dio la fuerza para enfrentarme a él.


Nos enzarzamos en una lucha frenética. Mis golpes eran impulsados por la adrenalina y el pánico. Hubo un momento en que lo golpeé tan fuerte que cayó al suelo, inmóvil. Respiraba con dificultad, y me di la vuelta para asegurarme de que ella estaba bien, pero lo que vi me dejó helado.


Ella me miraba con horror, sus ojos llenos de lágrimas. “No me hagas daño, aléjate… por favor”, suplicaba, encogiéndose de miedo. Fue entonces cuando algo hizo clic en mi mente, como si una niebla se levantara. Pero antes de que pudiera procesarlo, sentí un golpe en la cabeza, y todo se desvaneció.


Desperté en una sala de interrogatorios, las luces brillantes perforando mi cráneo dolorido. Dos oficiales me miraban con rostros inexpresivos. Uno de ellos habló, con una calma inquietante: “Sabes que eso no pasó, ¿verdad?”


Mi mente se sacudió con el golpe de sus palabras. Al principio, no entendí, pero entonces los recuerdos empezaron a volver, fragmentados y oscuros. Recordé cómo había llegado esa noche, ebrio y consumido por los celos. La confronté, le grité, le exigí saber por qué me estaba apartando. Ella intentó calmarme, pero yo estaba fuera de control. La tomé de los brazos, la forcé a mirarme, a escucharme, mientras la culpa y el odio hacia mí mismo crecían. Intenté besarla, y cuando ella resistió, la empujé con más fuerza.


Y entonces, él entró. No como un agresor, sino como alguien que la amaba, alguien que intentaba protegerla de mí. Fue entonces cuando la realidad me golpeó con una violencia que me dejó sin aliento. Yo era el monstruo en esta historia. Yo era el abusador. Todo lo que había hecho, todo lo que había imaginado sobre él, no era más que un reflejo de mi propia culpa y vergüenza.


“¿Qué le pasó…?” Logré preguntar con la voz rota, mis palabras apenas audibles. Pero el oficial simplemente me miró con desprecio, exhaló profundamente, y se fue sin decir nada más.


Un abismo de desesperación se abrió bajo mis pies. La verdad me golpeó con una brutalidad que casi no pude soportar. Me sentí perdido en un mar de culpa y horror, mi mente girando en espiral mientras la imagen de ella llorando me atormentaba. La desesperación me llenó, y me arrodillé en el suelo, sollozando, implorando por respuestas que nunca llegarían.


Me quedé allí, en la fría sala de interrogatorios, con la realidad de mi monstruosidad hundiéndose en mi corazón. El dolor y la culpa se mezclaban en una tormenta que nunca cesaría. Lo que había hecho no tenía perdón, y la verdad que me había negado a aceptar era ahora mi única compañía.


El Acosador


Era una noche fría de invierno, y la oficina se había vaciado hace horas. Solo quedaba yo, atrapado en el interminable ciclo de trabajo y más trabajo. La luz fluorescente parpadeaba intermitentemente, sumando al ambiente una sensación de incomodidad que era difícil de ignorar. Finalmente, decidí que era hora de irme. Apagué mi computadora, recogí mis cosas y salí al pasillo desierto.


El silencio en el edificio era casi opresivo. Mientras caminaba hacia el ascensor, tuve esa sensación incómoda de estar siendo observado, pero la deseché rápidamente. Debía ser solo el cansancio acumulado. Sin embargo, cuando salí del edificio y me dirigí al estacionamiento, esa sensación regresó con fuerza. Aceleré el paso y, al llegar a mi coche, noté algo que hizo que el corazón me diera un vuelco: una figura oscura, apenas visible en las sombras, estaba parada a unos metros de distancia, mirando en mi dirección.


Sin pensarlo, subí al coche y cerré las puertas con rapidez. El motor rugió al encenderlo, y conduje hasta mi departamento con la mente en blanco, solo queriendo alejarme de lo que fuera que acababa de ver. Pero cuando llegué, el horror me golpeó de nuevo. Esa misma figura estaba allí, de pie junto a la entrada de mi edificio, inmóvil y sin rostro.


Mi corazón latía con fuerza, pero de alguna manera encontré el valor para salir del coche y correr hacia mi apartamento. Apenas podía respirar cuando cerré la puerta detrás de mí, y me quedé allí, con la espalda contra la madera, tratando de calmarme. No me atreví a mirar por la mirilla durante varios minutos. Finalmente, cuando lo hice, la figura había desaparecido.


Me convencí a mí mismo de que debía haber sido un malentendido, alguien que simplemente estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Intenté relajarme y dormir, pero en la madrugada, un ruido fuerte me despertó. El sonido provenía de la puerta principal. Me senté en la cama, con el corazón acelerado, y escuché atentamente.


El silencio se hizo presente nuevamente, pero entonces lo vi: una sombra, oscura y alargada, se movía detrás de la puerta. Se detenía, luego se deslizaba hacia un lado, como si estuviera esperando algo. Cada vez que me acercaba a mirar, la sombra desaparecía, dejando solo mi propio reflejo distorsionado en el cristal.


El miedo se apoderó de mí. Mi mente intentaba desesperadamente encontrar una explicación, pero solo podía pensar en esa figura que me había seguido. Y luego, mientras estaba allí, observando por la mirilla, lo recordé todo.


No era la primera vez que veía esa sombra. Lo había visto antes, muchas veces, pero desde el otro lado. Recordé los pasillos de la oficina, la sensación de poder cuando la miraba sin que se diera cuenta. Recordé su mirada cuando la seguí por primera vez, cómo había intentado ignorarme, como si no supiera lo que yo ya sabía.


Y luego, recordé lo que había hecho. Cómo la había esperado esa noche. Cómo la había seguido hasta su casa. Cómo había sentido ese mismo miedo en sus ojos cuando la confronté por última vez. La oscuridad de su apartamento. El frío en sus manos.


Un fragmento de memoria se abrió paso en mi mente: la última noche en su departamento, ella estaba en el suelo, sus ojos llenos de terror, sus labios temblando. “Por favor, no lo hagas”, me rogaba, su voz rota por el miedo. Y aún así, lo hice. Sentí la resistencia en sus manos, la lucha inútil por detener lo inevitable.


Volví a la realidad con un sobresalto, temblando, apenas capaz de contener el horror que me asfixiaba. Miré a mi alrededor, el apartamento vacío, el aire pesado con el eco de mi propia respiración. Me levanté lentamente, casi en trance, y caminé hacia el espejo del pasillo. Allí, en la penumbra, vi mi reflejo y comprendí: la sombra era yo.


Un sonido detrás de mí rompió el silencio. Una voz suave, casi un susurro, me preguntó: "¿Dónde dejaste el cuerpo?".


Me giré, pero no había nadie. Solo el eco de mis pensamientos, y la verdad que ya no podía ignorar.


Decidí que tenía que salir de allí, alejarme del lugar y de mis propios pensamientos. Pero al abrir la puerta de mi apartamento, mi corazón se detuvo. En el pasillo, entre las sombras, la figura estaba allí, esperándome. No era una ilusión, no podía serlo. Me miraba fijamente, inmóvil, como si esperara que diera el siguiente paso.


Cerré la puerta con un golpe, mi mente girando entre el pánico y la confusión. ¿Era esa figura una manifestación de mi propia culpa? ¿O era algo real, algo que había venido por mí, una especie de justicia por lo que había hecho?


Me senté en la oscuridad, esperando que amaneciera, pero en el fondo sabía que no podía escapar. La figura seguiría allí, acechando en las sombras, hasta que la enfrentara o... me enfrentara a mí mismo.


Porque en el fondo, no sabía si la sombra era algo externo o si yo mismo me estaba convirtiendo en mi peor pesadilla.

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